Hay tres
situaciones en las que es especialmente difícil detectar mentiras. La
primera, cuando el mentiroso es un gran actor y está profundamente convencido de
lo que dice. La segunda, cuando la mentira es tremendamente verosímil y corresponde con el
sentido común y
la tercera, cuando el auditorio está deseando creer lo que se le cuenta.
Normalmente
se espera hasta obtener evidencias objetivas para determinar si alguien ha
mentido o no, pero una investigación sólo se inicia cuando la sospecha ha hecho acto de presencia
La mayor
parte de las veces la sospecha es una percepción subjetiva que el mentiroso
produce en uno o más de los miembros del auditorio, cuando algo no cuadra, existen incongruencias, o el
beneficio obtenido es incomprensible. Por ejemplo, si el sospechoso habla de
forma monótona
e inexpresiva como recitando un discurso aprendido de memoria puede resultar
poco creíble,
porque da la impresión de estar ocultándose tras una pantalla de control emocional calculado.
Pero si se le escapan microexpresiones faciales incongruentes con lo que dice,
o su cuerpo se mueve de forma inapropiada o no para de rascarse, todos a su alrededor sabrán de inmediato que algo no va
bien. Especialmente si estuviera defendiendo su inocencia y hubiera sido
pillado in fraganti.